viernes, 2 de agosto de 2019

Quiero comprarme un carro


Mamá pronto va a recibir su pensión e indemnización, y yo, como quién en la carretera le avisa al otro carro que tiene la puerta mal cerrada - alguien que se preocupa por lo que no debería-, le digo que invierta bien esa plata, que piense bien.

- Quiero comprarme un carro. Me dice ella.
- Mamá, pero ya tenés un carro, le replico, ¿para qué querés otro?
- Porque quiero salir a hacer vueltas, puebliar, ¡ir a citas médicas!Me dice.
- Y es que eso no podés hacerlo con el que ya tenés?

Hay silencio en la pieza y ella dice:

- Me lo voy a comprar.

Y justo cuando pronuncia la ultima sílaba de esa frase le sale de su boca un punto final gigante. Yo insisto, escupo otros dos puntos y le digo que lo piense mejor, que piense en esa playa de Mexico de la que me ha hablado siempre que hablamos de las cosas que anhelamos, que piense que en Suiza de lo único que va a tener que preocuparse cuando salga a la calle es de llevar suficiente abrigo. Que en España están las mejores tortas envinadas, esas tortas que tanto le gustan, que jamás va a probar aquí en Colombia.

- Me lo voy a comprar. Dice de nuevo y esta vez ya entiendo que quizás no pasa nada malo si no le aviso al otro carro que tiene la puerta mal cerrada. 

Pero sí me quedo pensando, por qué a mamá le importa más lo que digan de ella que salir a ver si la felicidad siempre se le escondió en una playa de Centroamérica. Porque pienso que la única razón para cambiar un carro que funciona perfectamente, por otro que va a utilizar exactamente igual, siempre es algo que tiene que ver más con satisfacción por medio de los demás, que por uno mismo.

Pero bueno, después de haber convivido con el pensamiento unas horas, no sé, no sé ya si ella es la que no ve algo que yo sí, o si soy yo el que no ve algo que ella sí. Quizás algún día, bajo el sol, acostado en la arena, escuchando el sonido de la espuma del mar llegando y el viento tocandome la punta de los pies, me de cuenta de que la felicidad tampoco estaba en una playa y siempre ha estado en un lugar que llamo casa y que resulta tener un garaje, en el que hay, estacionado, un bonito carro. 

-Daniel Rubio.



sábado, 20 de julio de 2019

Abajo en la cocina

Me levanto y escucho cómo mamá revuelve los huevos abajo en la cocina, el choque agudo del tenedor con la cerámica viene y me roza las mejillas con tranquilidad; estar en casa no son dos yemas juntándose, estar en casa es saber que lo hacen porque mamá está abajo haciendo la fricción.

-Daniel Rubio.

lunes, 15 de julio de 2019

Por fin y temprano


Hace unos días estábamos caminando un amigo al que llamo Beta y yo,  por una zona que daba con el colegio en el que alguna vez estudiamos y por nostalgia pura, decidimos alterar la ruta de nuestro recorrido para ir a visitarlo con la misma intención que tiene el hijo que creció y busca en los álbumes familiares los sentimientos que también se guardaron al mismo tiempo que las fotos que están ahí.

Mientras caminábamos por la entrada del colegio, que es larga y en subida, Beta empezó a cantar “He llegado por fin y temprano…” y entonces yo recordé el resto y le empaté “al colegio que siempre soñé.” Seguimos cantando mientras caminábamos, “donde se aprende a apreciar al hermano y se estudia con ansia y con fe”.

Nosotros no cantábamos ese himno hace ya muchos años, pero aún así seguíamos recordándolo todo; “Cómo brilla en el cielo la estrella, el colegio en La Estrella es fanal. Su estructura es preciosa y muy bella en un sitio campestre ideal.”  Así termina el himno y ya estamos frente a las escalas de piedra y adobe y nos quedamos en silencio, como el hijo que ya encontró la foto donde está él con 2 años. Sacamos los celulares y empezamos a tomar fotos, absortos, impresionados, como turistas viendo algo que creían imposible ver.

Buscando con la mirada otro lugar al que quiero tomarle una foto para no olvidar como lo hice todos estos años, veo al mismo celador que me recibía todas las mañanas cuando llegaba al colegio. “Sigue aquí, jueputa”, pienso, pero soy lo suficientemente tímido como para llamar su atención y saludarlo. Tímido y quizás demasiado consciente de que el hecho de que yo lo recuerde a él no significa que el también me recuerde a mi.

Luego empezamos a subir las escalas, con pasos lentos, como repensando si en realidad es una buena idea y supongo ese pensamiento estuvo todo el tiempo presente hasta que llegamos a la reja y vimos el mismo pasillo del colegio en el que entramos tantísimas veces en algún momento y que ahora solo parece como si hubiese sido parte de un sueño difuso.

No lo es. Lo sabemos porque en el poco rango de visión que tenemos desde la reja, podemos recodar todas las cosas que pasaron por ese pasillo; las llamadas a la oficina del rector por pelear con el Pitu, el salón de Ingles que en un principio era el de Ciencias, la fila que hacíamos cuando nos obligaban a ir a la capilla, y sigue ese silencio áspero que chuza sin dolor,  pero sí que estamos hablando, más específicamente, los niños de esa época, con cualquier cosa que seamos ahora.

Intentamos entrar, pero no nos dejan. En semana, dice el celador que por su mirada, ahora sé que también me reconoce y eso me conmueve.

Ese día nos quedamos revisando cada detalle de lo poco o mucho que podíamos ver, pero supongo que por fines narrativos, es mejor dejar la historia así, no sin agregar que no, nosotros nunca llegamos por fin y temprano, mucho menos al colegio que siempre soñamos. Nunca nos enseñaron a apreciar a nuestro hermano y pese a que siempre nos gustó mucho el estudio, mirábamos con ansia y con fe otras cosas.

Y siempre dudamos lo bello de su estructura, pero, aún así, ese día, Beta y yo vimos a ese colegio como algo tan increíble, tan intrínseco, tan nuestro, que lo único que pudimos hacer, fue tomar muchas fotos sabiendo que algún día vamos a encontrar ese sentimiento de felicidad y nostalgia, en una carpeta y no en un álbum.


Daniel Rubio.