Hace unos días estábamos caminando un amigo al que llamo
Beta y yo, por una zona que daba con el
colegio en el que alguna vez estudiamos y por nostalgia pura, decidimos alterar
la ruta de nuestro recorrido para ir a visitarlo con la misma intención que tiene
el hijo que creció y busca en los álbumes familiares los sentimientos que
también se guardaron al mismo tiempo que las fotos que están ahí.
Mientras caminábamos por la entrada del colegio, que es
larga y en subida, Beta empezó a cantar “He llegado por fin y temprano…” y
entonces yo recordé el resto y le empaté “al colegio que siempre soñé.”
Seguimos cantando mientras caminábamos, “donde se aprende a apreciar al hermano
y se estudia con ansia y con fe”.
Nosotros no cantábamos ese himno hace ya muchos años, pero
aún así seguíamos recordándolo todo; “Cómo brilla en el cielo la estrella, el
colegio en La Estrella es fanal. Su estructura es preciosa y muy bella en un
sitio campestre ideal.” Así termina el
himno y ya estamos frente a las escalas de piedra y adobe y nos quedamos en
silencio, como el hijo que ya encontró la foto donde está él con 2 años.
Sacamos los celulares y empezamos a tomar fotos, absortos, impresionados, como
turistas viendo algo que creían imposible ver.
Buscando con la mirada otro lugar al que quiero tomarle una
foto para no olvidar como lo hice todos estos años, veo al mismo celador que me
recibía todas las mañanas cuando llegaba al colegio. “Sigue aquí, jueputa”,
pienso, pero soy lo suficientemente tímido como para llamar su atención y
saludarlo. Tímido y quizás demasiado consciente de que el hecho de que yo lo
recuerde a él no significa que el también me recuerde a mi.
Luego empezamos a subir las escalas, con pasos lentos, como
repensando si en realidad es una buena idea y supongo ese pensamiento estuvo
todo el tiempo presente hasta que llegamos a la reja y vimos el mismo pasillo
del colegio en el que entramos tantísimas veces en algún momento y que ahora
solo parece como si hubiese sido parte de un sueño difuso.
No lo es. Lo sabemos porque en el poco rango de visión que
tenemos desde la reja, podemos recodar todas las cosas que pasaron por ese
pasillo; las llamadas a la oficina del rector por pelear con el Pitu, el salón de
Ingles que en un principio era el de Ciencias, la fila que hacíamos cuando nos
obligaban a ir a la capilla, y sigue ese silencio áspero que chuza sin dolor, pero sí que estamos hablando, más
específicamente, los niños de esa época, con cualquier cosa que seamos ahora.
Intentamos entrar, pero no nos dejan. En semana, dice el
celador que por su mirada, ahora sé que también me reconoce y eso me conmueve.
Ese día nos quedamos revisando cada detalle de lo poco o
mucho que podíamos ver, pero supongo que por fines narrativos, es mejor dejar
la historia así, no sin agregar que no, nosotros nunca llegamos por fin y
temprano, mucho menos al colegio que siempre soñamos. Nunca nos enseñaron a
apreciar a nuestro hermano y pese a que siempre nos gustó mucho el estudio,
mirábamos con ansia y con fe otras cosas.
Y siempre dudamos lo bello de su estructura, pero, aún así,
ese día, Beta y yo vimos a ese colegio como algo tan increíble, tan intrínseco,
tan nuestro, que lo único que pudimos hacer, fue tomar muchas fotos sabiendo
que algún día vamos a encontrar ese sentimiento de felicidad y nostalgia, en
una carpeta y no en un álbum.
Daniel Rubio.
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